En el horizonte, se condensa la última luz del día. La oscuridad ya inunda las tierras macizas en las profundidades, cuando, de pronto, aparece la ciudad: esparcida en la inmensidad, un cúmulo de estrellas. Al aterrizar, las señales de luz comienzan a estirarse, luego a fluir. El tráfico nocturno pulsa por sinuosos carriles. Se van vislumbrando las hileras de los techos, filas de manzanas, estructuras de concreto, ladrillos y asfalto. Quebradas, puntos ciegos, precipicios, barrancos.
El portero bigotudo del hostal Oriente lo condujo a la habitación, corrió las cortinas hacia el costado señalándole el panorama. Apenas estuvo solo, Antonio se dejó caer sobre la cama con la manta ocre de flecos. Su jefe había dicho que él venía de allí, que esto significaba una fortuna para la empresa y para él, Antonio, un salto en la carrera. Al cuerno, hubiera respondido casi, si ni siquiera siento amor por ese país. Instantáneamente, se le vinieron a la cabeza los viajes de vacaciones con sus padres. Primero las carreteras, horas y horas, y después, los parientes desvanecidos a lo largo del año hasta parecer extraños. El calor que aumentaba el agobio de todo ese tufo familiar: una mezcla rara entre fragmentos de recuerdos, melancolías, obligación y subordinación. Tenía que sacrificar sus vacaciones de verano para eso, mientras que sus compañeros de la escuela le mandaban tarjetas postales de todas partes. Él no mandaba ninguna, le avergonzaba la monotonía.
Por más de tres décadas, su padre había currado en la cadena de montaje de Opel en Rüsselsheim. Aun así, renovaba la promesa, después de cada misa dominical en la misión española, en todas las malditas Fiestas de Navidades en el Club Español: Se regresaría a la patria. Cuando se tenga el porvenir asegurado, algún día.
Y ahora, era justamente él mismo, el que volvía.
España nunca le pareció tan fría. Hace días, había un área de presiones atmosféricas bajas sobre el golfo de Vizcaya que generaba aguanieve en Madrid. No obstante, como no quería ser un aguafiestas, permitió que sus compañeros de trabajo lo llevaran después del primer día de trabajo a donde quisieran. Lo arrastraron de bar en bar, de una taberna a la otra. Se dió cuenta de que en esta ciudad había que gastar un dineral para quedarse sin hambre comiendo tapas comunes y corrientes, cuyo sabor no le llegaban ni a los tobillos a las de su madre. El vino empezó a atolondrarlo y a adormecerlo. No tardó en buscar un pretexto para despedirse pero no se le ocurría ninguno.
Al final, cayeron en el „Museo del Jamón“, un local en el que las oscuras piezas de jamón serrano cubrían las paredes, una pegada a la otra, hasta arriba, bajo el alto techo. El aire estaba saturado de su aroma, el suelo, como en todas las demás tascas de la ciudad, aborratado de servilletas de papel y mondadientes. Los compañeros se fueron sentando en los taburetes a lo largo de la barra. Alguien pasó con una bandeja de prisa detrás de la hilera de espaldas de hombres, Antonio alcanzó a echar un vistazo sobre el cabello negro que caía sobre hombros delgados como un manto brillante. La aparición se desvaneció entre cuerdas con perlas multicolores que disimulaban la entrada de la cocina.
Que pida „pata negra“, es fabuloso, inigualable y sin par, caro, eso sí, hasta cien euros por kilo, gritó el tipo del controlling hacia su dirección, por encima de unas cuantas cabezas. Habían sido presentados, pero Antonio tenía una memoria miserable para recordar nombres. ¿Por qué „pata negra“, a qué se refiere esa denominación, a una manera especial de ahumarlo?, alegó devolviendo el grito, por encima del tumulto, en el fondo, la cuestión no le interesaba demasiado.
Después de eso, los compañeros empezaron a hablar todos de un golpe, tanto el uno como el otro sintió la urgencia de aleccionarle, su desconocimiento pareció indignar a todos por igual. No, al jamón se lo elabora con la salazón antes de curarlo, es que proviene de una raza de cerdos en particular, semisalvajes, magros y musculosos. Los cerdos comen lo que encuentran en el bosque, bellotas, hojas, caracoles, raíces, lombrices y pastos.
Pasan una vida de maravillas, esos malditos cerdos, pero me puedes creer, eso se percibe en su sabor, comentó su vecino de taburete. Los demás asentían, en eso, evidentemente, coincidían, uno que otro chasqueó la lengua pleno de placer. Después de todo, el tipo del controlling vociferó:
̶ ¡Rosario! Dame una cerveza, Rosarito, mi chiquilla.
Ahi estaba, la desvanecida de antes, la del cabello negro azabache. Sus ojos oblicuos estaban concentrados y serios. Mientras atendía los pedidos, se quitó con el dorso de la mano un mechón húmedo de la cara, delgada y oscura, profunda y ensimismada. Eso, a Antonio, le dió en medio del corazón.
Llegó el fin de semana: dos hojas blancas, inmaculadas en su agenda. Iba a llegar el momento en que debería ponerse a mirar pisos. Pero no enseguida. El viernes por la tarde, fue al „Museo del Jamón“ solo. Le hizo el pedido a Rosario y comió haciendo bocados pequeños, se quedó sentado por mucho tiempo, tomando vino y observando como ella iba y venía entre las mesas. En eso, se puso a pensar que le encantaría pasar días enteros sin hacer nada en esa mesa, tomar vino y observar cómo Rosario esperaba con el semblante serio el pedido de los huéspedes, balanceaba platos y copas sobre la bandeja, cambiaba los manteles y volvía a poner las sillas vacías en su lugar.
Al cabo de casi dos horas, ella se le acercó.
No sonreía, sólo pidió poder hacerle la cuenta.
̶ Una compañera me releva ̶ , le dijo, ya que él no reaccionó de inmediato, sino que se quedó mirándola sin mover los ojos.
Le dió una propina generosa, decepcionado, porque no tenía ni idea, qué otra cosa podría haber hecho. Afuera, se quedó parado unos minutos, indeciso, en el cordón de la vereda. Aun antes, de que él tuviera en claro que la estaba esperando, ella salió por la puerta balanceando una bolsa de plástico en la mano de aquí para allá como los niños sus bolsitos de deportes. No se fijó en él, al cruzar la calle, esquivó con un salto un taxi que venía a toda velocidad y se metió entre el gentío de transeúntes en la Puerta del Sol. Le costó no perderla de vista.
Ella se deslizó por un callejón angosto y recién se detuvo cuando alcanzó la explanada delante del edificio de un antiguo monasterio. A la luz de los faroles, su cabello brillaba como un oscuro espejo. Sobre la rejilla de un canal de aire, entre los arriates de boj, había un perro acostado junto a un hombre envuelto en mantas, que obviamente dormía. Cuando ella chifló despacito entre los dientes, el animal se incorporó y dió un salto por encima de los arbustos para acercarse a ella en un trotecito. Su pelaje relucía amarillo neón bajo la luz artificial. De golpe, Rosario volvió la cabeza mirando hacia Antonio.
̶ Puedes venir. Pero no me asustes al perro.
Qué tontería, pensar que ella no se daría cuenta que él la perseguía. Ahora, su primer impulso era, darse vuelta sin más y salir corriendo. Sin embargo, mientras que ella sacaba cortezas de jamón y lonjas de grasa de la bolsa y se las tiraba al perro, reconoció, que haciendo eso, se pondría aún más en ridículo. Por lo tanto, se acercó a ella. El perro levantó la cabeza y se puso a gruñir.
̶ No le gusta la gente. Pero tampoco podría subsistir sin ella. A mí me pasa lo mismo –, dijo sin levantar la mirada.
̶ ¿Y el dueño? ¿No tiene hambre?
̶ Está borracho. Siempre está borracho. ̶ Recién ahora enfrentó su mirada en Antonio.
̶ ¿Y? ¿Por qué me persigues a hurtadillas? ¿A qué se debe todo esto?
El perro gruñó aún más fuerte.
-Quería invitarte ̶ , dijo sin pensarlo y sin quitar los ojos del animal. Su corazón latía más rápido y pensó: Gilipollas, ¿no se te podría haber ocurrido nada mejor?
Ella posó su delgada mano sobre la cabeza del perro. Eso lo apaciguó de inmediato. Ella guardó silencio. Luego de un largo rato, dijo:
̶ Mañana es mi día libre.
Él casi no podía creerlo. Súbitas oleadas de calor inundaban desde el estómago su cuerpo entero.
̶ ¿Qué vamos a hacer?
̶ Pues, me gusta ir al Prado. Si tú pagas la entrada…
̶ Por supuesto.
Espíritus, no. Demonios voladores por encima de un paisaje muy ilumiado. El perfil oscuro de un macho cabrío con hábito de fraile que presencia una noche de brujas. Una procesión de figuras andrajosas, perdidas en la infinita vastedad. Un gigante caníbal con el cabello desgreñado. Dos hombres dándose golpes a palos, sumergidos hasta las rodillas en arenas movedizas. La cúpula celestial repleta de luz en llamas.
Sinceramente, arte no era su especialidad. Conocía a Goya sólo de nombre y no era fácil de impresionar, y aún menos por ese tipo de cosas. Sin embargo, ella lo había traído aquí, a este lugar, delante de estos cuadros enigmáticos, cuya contemplación originaba un sentimiento inquietante, como si, entre las visiones absurdas del pintor y la realidad de Antonio mismo, hubiese un sutil barniz que se podría reventar en cualquier momento.
̶ Parece el último ser vivente del mundo, ¿cómo lo ves tú? ̶ , preguntó ella señalando el cuadro, donde no había nada más concreto para ver sino la cabeza de un perro que, desde una especie de terraplén, se asomaba al ardor del crepúsculo.
̶ ¿También le das de comer? ̶ , se hizo el tonto. Sus bromas nunca daban en el blanco y, logicamente, ella no se puso a reír.
̶ Me refiero a que… ¿qué piensas, que significa todo eso? ̶ , fue su nuevo intento.
̶ Al final, nadie lo sabe. Pero son hermosos, ¿no te parece?
̶ Más bien inquietantes ̶ , dijo él.
̶ Si, también lo son. Se los denomina los cuadros negros. ̶ Titubeó. ̶ Me recuerdan mi lugar de origen. Como era antes de irme.
Él seguía sin comprender ni una palabra, pero no dijo nada, la dejó hablar.
̶ El cielo sobre el altiplano de Ayacucho. En Perú. Allí todo es más claro, radiante. Sin embargo, era el infierno. Al paisaje no le podías reconocer la pesadilla y nunca sabías, lo que iba a ocurrir en el próximo instante. En ningún lugar, te encontrabas a salvo. Entonces, uno se las aguanta y trata de no pensar en eso Se anda como bola sin manija, como ese perro allí.
̶ ¿Te fuiste por eso?
̶ En realidad, por Bertila, mi prima. ̶ Volvió a callar y él esperó.
̶ Sabes, tenía esa costumbre tonta de taparse la boca con la mano cuando reía. No quería que la gente vea sus dientes malogrados. Cuando cumplió quince años, hicieron una colecta de plata y la mandaron al dentista. Para una chica de donde vengo yo, cumplir quince años, es un gran acontecimiento, sabes.
Sonriendo insinuó unos pasitos de baile. La sonrisa era una luz tenue que cambiaba su cara por completo, pero instantánemante se volvió a apagar.
̶ Dos años más tarde, fuimos juntas a Lima y nos matriculamos en la Universidad. Siempre andábamos pegadas como chicle, ella y yo. Hasta que sucedió eso.
Al cabo de un rato, él preguntó: ̶ ¿Qué sucedió?
̶ Paramilitares. Se tomaron las residencias estudiantiles. Afuera, tuvimos que acostarnos en el suelo. Coman mierda, gritaban, terroristas de mierda. Y entonces, se llevaron a nueve estudiantes y a un profesor, salieron en carros de la ciudad para darles un tiro en la cabeza. Recién un año más tarde, los cadáveres fueron encontrados en la Quebrada Chavilca.
̶ ¿Pero para qué todo ese mogollón?¿Qué habían hecho? Me refiero a que…
̶ Nada. Se trataba de secar el pantano.
̶ ¿Qué pantano?
̶ Pues, lo que decían. Sendero Luminoso. Terroristas, guerilla. Según a quién le preguntes. ¿Sabes lo que realmente es chistoso? Bertila. Fue identificada por sus estúpidos puentes dentales. ̶ Su risa era amarga. ̶ ¿Y qué hace la familia? Vuelve a colectar plata, y me manda afuera, para aquí. Hasta hoy, creen que sigo estudiando. ¿Notas algo?
Él sacudió la cabeza.
̶ La gente pobre siempre apuesta al caballo equivocado.
El martes por la noche, le dijeron que Rosario dio parte de enferma. Él no se dio por vencido, recurrió a un par de mentiras, hasta que le dieron su domicilio.
En Lavapiés, las pequeñas tavernas que olían a pescado conformaban cálidas islas luminosas entre las entradas de las casas de barrio clausuradas con tablas y clavos. En un predio cubierto de escombros y matorrales, había una topadora con las fauces abiertas, augurando como lúgubre emisario el porvenir, que ni una piedra quedaría sobre la otra.
Finalmente, Antonio dio con lo que buscaba.
Era un complejo habitacional, sus balcones tenían rejas de hierro forjado. Graffitis y retazos de afiches cubrían la parte inferior del frente. Un arco formaba la entrada a un patio, donde, desde una ventana de la planta baja, se oía un televisor parloteando los resultados de la gala de un concurso, el reflejo de las imágenes centelleaba en los muros.
Mientras subía las escaleras, percibió ruidos opacos que provenían del edificio lleno de recovecos: voces, pasos, como tiraban de la cadena. Una vez, creyó escuchar un murmullo muy cerca de la puerta.
Al fin, alcanzó el último tramo, donde las puertas se enfilaban a lo largo del pasillo. La habitación de Rosario quedaba a mano derecha. La puerta cedió a sus golpecitos y él asomó la cabeza con cautela al interior. La muchacha yacía sobre la cama con brazos y piernas extendidas, flácidas, la cabeza de un lado, febril.
̶ Siempre me persigues a hurtadillas ̶ , constató.
̶ Rosario, sólo quería ver qué tal estabas.
Ella tosió. Cuando volvió a cobrar el aliento, dijo:
̶ Si apenas me conoces. En realidad, ni siquiera me llamo así.
Luego de una pausa, dijo con serenidad:
̶ Puedes llamarme como quieras, eso es cosa tuya.
Su respiración se fue calmando. Cerró los ojos. Cuando él pensó que se había dormido, los volvió a abrir.
̶ Rosario, así se llamaba la hija de Goya. Aún era muy pequeña cuando pintó los cuadros negros. Ella lo debe haber visto mientras trabajaba.
̶ Mejor le hubiera pintado flores y mariposas ̶ , dijo Antonio sentándose al borde de la cama.
̶ No ̶ , dijo ella, ̶ a los niños no les sirve de nada, si uno les vende gato por liebre. Poco después, tuvieron que huir. La inquisición ya les pisaba los talones. Goya murió en Francia.
̶ ¿Y Rosario?
̶ Ella volvió tan pronto mejoró la situación. Como pintora. Llegó a dar clases en palacio. Siempre me gustó la idea. Es un buen final para la historia.
̶ ¿Y qué pasará contigo? ¿Vas a volver?
Ella fijó la mirada en las grietas del techo de la habitación.
̶ No sé. Hace tiempo, cuando llegué, fue dificil. Me sentía como en un callejón sin salida. De repente, todo parecía equivocado y enredado.
̶ Comprendo.
De pronto, vio delante suyo a sus padres en su primer día de escuela, sus rostros tiesos entre tantos alemanes bulliciosos.
̶ Pero ahora, me las arreglo bastante bien aquí. Sólo el hilo rojo, que me podría volver a conducir hacia la salida, es que no consigo cogerlo. Ni que pensar en el dinero.
Ella se irguió para sentarse y su mano acarició su mejilla.
̶ Pero, dado el caso que volviera…
̶ ¿Si?
̶ ¿Le darías de comer al perro por mí? ̶ Ella sonreía. Y ahí volvió a estar, ese tenue brillo que iluminaba su semblante.
Él asintió. Le hubiera prometido todo.
̶ Bueno, ̶ dijo ella.
Él vio como su cara demacrada se le acercaba y su oscura mirada comenzó a borrarse ante él. Recién cuando sintió, mientras ella lo besaba, cerró los ojos.
Traducción de Juana Burghardt