Anke Laufer nació en Villingen, Selva Negra. Estudió etnología y política en la Universidad de Freiburg im Breisgau. En diferentes oportunidades ha realizado extensos estudios de campo en Lima, Perú. Trabajo de maestría: „Reciprocidad y clientelismo en los asentamientos periféricos de Lima, Perú“. Tema de doctorado: „Racismo, estereotipos étnicos e identidad nacional en Perú“ (editorial LitVerlag, Hamburgo, 2000). Trabajó como editora independiente y coordinadora de proyectos en editoriales y Multi-Media Publishing. En 2006 se publican sus primeras obras literarias. Por sus textos recibió becas y varias distinciones, entre ellas el Premio de Literatura Suaba 2007 (Schwäbischer Literaturpreis), el Premio alemán de novela policiaca corta 2009 (Deutscher Kurzkrimipreis) y el Premio Würth de Literatura 2011.
AQUI se encuentra el cuento traducido: „Empalme en el laberinto“
En el verano de 2011 Anke Laufer visitó al escritor colombiano Julio Paredes en Bogotá y pasó cuatro semanas en la gran ciudad de 8 millones de habitantes. Como muchas ciudades de América Latina Bogotá se caracteriza por una gran diversidad: migración masiva de zonas rurales a las urbanas, crecimiento de la superficie urbana, pobreza, embotellamiento del tráfico, degradación del medio ambiente. Al mismo tiempo Bogotá es una ciudad inspiradora de arte, donde trabajadores culturales encuentran un entorno muy rico. En esta complejidad se está moviendo Anke Laufer realizando investigaciones sobre el tema de „terrenos industriales abandonados“ en la vida cotidiana de la ciudad. Se formó un maravilloso ensayo enriquecido por las fotografías de los lugares más emocionantes en Bogotá.
El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número. Jorge Luis Borges: El libro de arena
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere. Julio Cortázar: Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo
Bogotá – un libro al viento
Imagínese a un desconocido. En una de las muchas paradas de Bogotá, sube a un vehículo del Transmilenio y camina a lo largo del pasillo, entre las filas de asientos. Su mirada roza a los otros viajeros, para luego quedar fija en un libro que yace sobre el cuero artificial de un asiento vacío. De ese asiento acaba de levantarse una mujer que pasó por su lado a toda prisa y bajó, para luego desaparecer entre la multitud. Ha dejado detrás el aroma del pelo recién lavado y el libro; lo ha dejado para él, según le parece al desconocido, que no puede resistirse a su debilidad por los libros. Mientras estira la mano para cogerlo, el autobús, que echa andar en ese momento, le hace perder el equilibrio, pero antes de que pueda sentarse ya ha podido leer el enigmático título y, a continuación, el extraño ruego de la contrasolapa: «Este es un Libro al viento. Es para que usted lo lea y para que lo lean muchos como usted. Por eso, cuando termine, devuélvalo y tome otro».
En el caso de este libro en el que nuestro hombre se sumerge durante el viaje por la ciudad, se trata de un volumen de la serie Libro al Viento, cuyo editor es mi amigo y colega Julio Paredes. Imagínese que el desconocido oye por primera vez algo acerca de dicho programa, pero la idea de diseminar por la ciudad miles y miles de libros y seducir de ese modo a la gente para que lea, lo ilumina de inmediato. Le fascina la idea de que los lugares públicos se transformen de ese modo en una especie de biblioteca fugaz, donde un golpe de viento lleva y trae, con un soplo, lo escrito; y nada de banalidades, no, sino textos cuidadosamente escogidos que uno lee con gusto y que luego recomienda. Y mientras dura su viaje, el hombre, por tal razón, cumple con el ruego de la solapa y, tras acabar la lectura, deja el libro en alguna parte de la ciudad, en cualquier sitio: en el peldaño de una escalera, en el umbral de una puerta, en el banco de un parque, para aquéllos que habrán de descubrirlo después de él.
Bogotá fue un hallazgo afortunado y para mí determinante. Un libro en la ciudad, una ciudad en un libro, expuesta a la luz cambiante y al viento inconstante de la meseta, que se cuela dentro del libro, hojeando sus páginas. Empecé a leer, buscando respuestas a mis preguntas, me perdí en él, dejando a veces a merced del viento y del azar el pasar las hojas por mí. En repetidas ocasiones me encontré con un nuevo pasaje desde el que me hablaba un narrador, una imagen, un lugar, o incluso únicamente una árida estadística. Pronto vi con claridad que ese libro, que cuenta con tantos autores y sigue siendo escrito, no me soltaría, seguiría dejando oír su eco en mí, y que yo, de todos modos, tendría que conformarme con no acabar nunca de leerlo. Pero eso no bastaba: sabía que todo el sentido de mi estancia en esa ciudad consistía en añadir al libro, hasta mi partida, un par de páginas más, antes de dejarlo a merced de su destino o del lector que llegara después de mí.
*
Hoy es mi última noche en la ciudad, y veo llegado el momento, para mí, de cerrar el libro de Bogotá y cumplir con esa exhortación de la solapa. Ante la ventana de mi habitación en la decimocuarta planta del hotel Tequendama resplandece ese cielo grandioso, siempre algo melancólico. Y esos colores inefables con los que el día suele despedirse de los habitantes de la ciudad no me facilitan demasiado las cosas. Por fin añado en la última parte del libro las hojas escritas por mí. Resulta extraño ver cómo el libro se adueña de esas hojas, cómo mi texto se convierte en uno de tantos. Lo coloco en el antepecho de la ventana, entre las franjas de luz ambarina. Y a continuación me pongo a hacer la maleta en la habitación crepuscular.
Pero la falta de coraje se apodera de mí. Se trata tan solo de una red agujereada de sucesos concatenados de un modo aparentemente azaroso, de encuentros, fugacidades y dolorosas despedidas, una red que se ha ido tejiendo a lo largo de cuatro semanas y media. Un imperfecto entramado, muy personal, de interpretaciones, relaciones, con las que hube de intentar atrapar mi tema.
Cuando estoy en el cuarto de baño, cepillándome los dientes, veo mi pálido rostro en el espejo y reflexiono sobre todo esto. Esta ciudad es un libro: una afirmación que puede corroborarse fácilmente con una mirada a aquel objeto que yace en el antepecho de mi ventana, bajo la luz crepuscular. Pero si en verdad quisiera decir algo sobre ese libro, tendría que contar también lo difícil y exigente que ha sido la lectura de esta ciudad. Tendría que hablar de los muchos textos que contiene, bajo los cuales yacen, sepultadas, otras líneas narrativas; tendría que decir cómo emergen de él los comienzos prometedores y como aletean en ellos los finales sueltos, cuántas imágenes misteriosas contiene, notas a pie de página, subrayados y acotaciones hechas por los lectores anteriores.
Una vez más tengo en el oído la voz algo ronca de la chica de la limpieza, que se sienta en el antepecho de esa misma ventana en una tranquila tarde dedicada a la escritura, con las piernas colgando, y me habla de aquel cuaderno de cómics que, siendo niña, guardaba como si fuese un tesoro, del superhéroe que emergía de él, al que creyó reconocer años después en la Avenida Caracas, al que siguió hasta perderlo de vista, finalmente, en la esquina con la calle 57. Recuerdo el cráneo humano expuesto en una vitrina y que descubrí en el rastro de San Alejo, y cuyas hileras de dientes, por razones desconocidas, estaban provistas de tomas de cables. Ahí está, también, el aroma del café, de las naranjas, de los huevos fritos en el Café Boca. Mi movida instantánea de un joven soldado que, al dar el beso de despedida a su novia, dejó la ametralladora entre él y el íntimo abrazo dado a su amada. Y ahí está el sonoro nombre en una nota garabateada: Apolinar Albarracin, un nombre con el que no puedo asociar ya ningún rostro.
El libro llamado Bogotá requiere de un lector bien entrenado, uno que no solo sepa leer a lo largo de las líneas, sino entre ellas. Un lector de esa clase sabe que son precisamente las cosas que el autor no dice, las omisiones y fisuras, las insinuaciones y los símbolos ocultos –y a veces, incluso, las imperfecciones de los textos—, las que echan a andar su imaginación y le transmiten mensajes secretos.
Y ésa fue también la razón por la que pronto me aparté de las muchas páginas satinadas de esta ciudad: los barrios acomodados del norte, los grandes museos y teatros, los lujosos hoteles y centros comerciales, las torres de oficinas y los restaurantes, en los que están representadas todas las cocinas del mundo. En su lugar, me propuse leer entre líneas y dirigir la mirada hacia otras páginas de la ciudad, hacia sus espacios yermos, hacia sus cicatrices y rincones oscuros. En este espacio vital continuamente fluctuante esas brechas conforman islas de quietud. Y cada una de ellas esconde su propia historia singular, o alguna historia más que común.
Pienso en cuánto me costó separarme de aquel hotel –hace tiempo abandonado— situado junto al salto del Tequendama, y todo a pesar del pésimo olor que emanaba de las turbias aguas. Es un lugar encantado, que al verlo nos hace olvidar algunas cosas. No fue hasta mucho después que descubrí en el libro de Bogotá algunos recortes amarillentos del diario El Tiempo provenientes de los años cuarenta del pasado siglo. Tal vez un lector anterior los hubiera utilizado como marcador. Eran reportajes dramáticos y algunos floridos versos del reportero policial José Joaquín Jiménez sobre los incontables bogotanos que, en su día, ya fuera por sus preocupaciones monetarias o a causa de un amor no correspondido, se arrojaban desde las escarpadas rocas de la cascada y cuyas cartas de despedida o historias vitales él iba acopiando allí.
En comparación con esto –y en la mayoría de los casos— los lugares marcados por el deterioro y la ruina en una ciudad tienen un carácter más deslucido y menos romántico. Se trata de páginas manchadas y deformes las que uno abre en ese punto, páginas que inquietan, desafían y obligan a la reflexión. Hablo de espacios y rincones en los que se acumulan los escombros y la basura, donde acechan, en el suelo, las tóxicas pertenencias dejadas por los antiguos dueños, donde las sucias huellas dactilares se depositan sobre el empapelado, donde abundan los peldaños desgastados, los suelos pisados por innumerables pasos. Esas páginas las pasamos de buena gana, constituyen el quebradero de cabeza diario de habitantes, urbanistas y funcionarios medioambientales, que preferirían destinar esos edificios y terrenos, más temprano que tarde, a mejores y nuevos usos. Solo los artistas del graffiti bogotanos saben apreciar dichos lugares, los emplean al mismo tiempo como estudio al aire libre y galería, y de ese modo nos muestran su chillona visión de la realidad presente, próxima al pulso de la ciudad como en ninguna otra parte. Esto puede significar un peligroso avance por una cuerda floja, y de ello me hizo cobrar conciencia la muerte de Diego Felipe Becerra, un chico de dieciséis años que el 19 de agosto de 2011, al inicio de mi estancia, fue asesinado por un policía durante una acción de grafiteros, un incidente que me motivó a añadir otra nota manuscrita al libro de Bogotá, un improvisado homenaje póstumo como tantos otros que encontramos en las páginas de sucesos.
Recuerdo aquellos párrafos de la gran ciudad donde se agolpan los pobres y los excluidos, que buscan allí una salida. Veo ante mí a Ios zorreros, de camino en medio del moderno tráfico, con sus caballos flacuchos y sus sencillas carretillas de madera, acopiando papel, metales y otras materias primas. He visto, en ciertos oasis de tráfico y áreas en barbecho al borde de las grandes avenidas, los sitios donde descargan ese material, donde lo clasifican, donde queman los restos inservibles y donde los caballos agotados, con las cabezas gachas, esperan el próximo turno de trabajo.
En una ciudad como Bogotá, que se encuentra en un auge vertiginoso, en la que el aire parece saturado de nuevas ideas y de actividad, que vibra bajo el golpeteo de los martillos de aire en las obras para el sistema del Transmilenio, a muchos debe de resultarles difícil dirigir su mirada hacia los sitios descuidados y en ruinas, a sus habitantes. Del mismo modo que, en medio de un alto vuelo, uno ha de obligarse a prestar atención a los despojos de un pasado que hubiera preferido olvidar.
Pero quien se toma el esfuerzo de mirar con detenimiento, descubre lados de Bogotá que están llenos de insinuaciones de historias equívocas que se ramifican y cuyo desenlace no siempre es previsible. Así me sucedió mientras recorría los terrenos de la Unidad de Mantenimiento Vial, de la que debe surgir un parque de recreo para los vecinos. Allí, en medio de esos despojos y de los montones de escombro que aguardan un nuevo aprovechamiento, me tropecé con cuatro antiguos pedestales. Uno de ellos llevaba el labrado relieve de un cóndor. Nadie en aquel sitio pudo revelarme nada acerca del origen de aquel desgastado bloque de piedra, pues habían pasado tantas veces a diario por su lado sin cobrar conciencia siquiera de su existencia.
Uno de los obreros que trabajaron muchos años en esa Unidad de Mantenimiento Vial recordaría más tarde que mis hallazgos provenían tal vez de la Plaza Bolívar, la principal de Bogotá. Un segundo especulaba sobre si podía haber pertenecido al antiguo Palacio de Justicia, destruido en algún momento por las llamas de un incendio. Ese comentario, dicho de un modo casual, hacía referencia a uno de los capítulos más dolorosos en la historia de la ciudad. Era el 6 de noviembre de 1985, cuando un comando del grupo guerrillero M-19 se abrió paso hasta el Palacio de Justicia y lo ocupó. Durante la sangrienta reconquista del mismo por parte de los militares, el edificio ardió por completo. Murieron en ese incendio más de cien personas. En un lista con los nombres de los desaparecidos están los empleados de la cafetería del Palacio: cocineros, ayudantes de cocina, camareros. Nadie sabe con exactitud lo que sucedió con esas personas ni el por qué sucedió. Es todo un manojo de páginas arrancadas del libro.
No, los pedestales descubiertos por mí no eran fragmentos de ruinas de aquel edificio calcinado. La presunta solución para el enigma la encontré pocos días después, por un curioso azar, en el Pabellón de la Luz, una pequeña construcción de estilo neoclásico situado en el Parque de la Independencia, a la sombra de unos árboles de caucho, de acacias y palmas de cera, con su altura de vértigo, árboles sobre los que algunos cuentan que son más antiguos que la propia ciudad. En el pabellón hay expuestas un par de fotos de archivo, de las cuales me llamó la atención, en especial, una algo borrosa en blanco y negro. Se había tomado durante las labores de demolición de las cuatro fuentes que antes adornaban la Plaza Bolívar. Esas fuentes estuvieron en su momento rodeadas de peldaños, un bajo muro y unas farolas. En los pedestales de esas farolas creí reconocer los bloques de piedra con los que me había tropezado en aquel vertedero.
Descubrir señales de apariencia insignificante y contar las historias que se ocultan tras ellas significa llenar las hojas de un libro con la propia voz. Y eso es lo que hacen muchos habitantes de la ciudad. Algunos de ellos se han organizado en la red de talleres de escritura llamada RELATA, la cual recibe el apoyo del ministerio de Cultura. En el Taller Crónicas, al que me invitaron al principio de mi estancia, y donde los autores escriben sobre la decadencia y la muerte de las escuelas en el centro de la ciudad, nos relatan historias acerca de la vida de los campesinos que se enfrentan en Usme a la creciente urbanización de la región periférica de Bogotá, o dotan de voz a las mujeres que viven de la prostitución.
El día antes de mi partida visité también un taller de escritura en el marco del programa «Libertad bajo Palabra». Aquella tarde en la cárcel de mujeres El buen Pastor se me quedará grabada en la memoria para siempre: las fachadas de hormigón bajo la mortecina luz del sol, las coloridas prendas de ropa que aleteaban entre los barrotes de las ventanas de las celdas, la confusión de voces femeninas en el patio y la voz que las superaba a todas, leyendo en un trozo de papel algo que ni la propia lectora podía creer, o que no quería creer: la historia de una pelea que se inicia por una insignificancia y que acaba con la muerte violenta de una amiga.
Y de temas pasados o relegados en la memoria se trató también en mi visita a los Cristo, una familia de gitanos de origen rumano, residentes en el oeste (o hinzufügen) de la ciudad. En medio de los tronantes golpes de los martillos que llegan hasta nosotros desde el taller vecino, me hablaron de la abuela, que llegó a Colombia desde Rumania a la edad de siete años, después de haber perdido en el Holocausto a casi todos sus familiares. Y como un fantasma apareció en la historia familiar aquel espía y traidor a su propio pueblo identificado en Argentina, al que se le cerraron todas las puertas después de una confrontación con el propio pasado. A la luz de esos relatos llegados del pasado ya no puede asombrarnos que los vaticinios de los gitanos roma estén vinculados siempre a recordatorios y advertencias: como sucedió en la penumbra de aquella tarde en el sofá de los Cristo; tampoco puede asombrarnos que se cumplan los vaticinios sobre el futuro que me dijo una de las jóvenes mujeres al leerme las líneas de la mano, al tiempo que me insistía en que jamás debía fiarme del aspecto exterior de las cosas y las caras, mientras que el martillante sonido llegado desde el local contiguo ponía un signo de exclamación tras otro a sus palabras.
Recordatorios, advertencias y símbolos. Los espacios yermos de las ciudades representan en todas partes del mundo, en la literatura y en el cine, el hundimiento de la civilización humana, el encubrimiento de delitos medioambientales, de decadencia de los valores, de corrupción y de una profunda miseria. Es aquí donde acuden a nosotros los fantasmas modernos que nos persiguen en nuestras pesadillas. Fue en uno de esos terrenos a merced de la desolación, según me contó Saúl Benavides, de la Asociación de Granjeros de Guatiquia, donde se reunían los criminales y drogadictos, donde hace años se encontró el cadáver mutilado de una niña pequeña, y justo aquí, según me dijo Saúl, él y sus amigos habían acordado cambiar en algo las cosas. Hoy ese sitio se ha convertido en un jardín; allí, hoy, con los desperdicios se produce abono para el vecindario y se plantan verduras.
Porque los lugares descuidados de una ciudad, las superficies en barbecho, desaprovechadas, las ruinas de edificios y las zonas periféricas no tienen por qué seguir siendo forzosamente lugares de la desesperación y de los manejos turbios. Justamente en América Latina son esos sitios los espacios de los nuevos planes, de proyectos, los fundamentos de nuevas existencias, de la autoafirmación y la protesta en aras de un nuevo comienzo y de la esperanza. Eso nos demuestran las numerosas personas que huyeron a Bogotá, buscando refugio, en las épocas de la violencia política y que conquistaron un hogar mediante la ocupación de tierras. Tintal me abrió los ojos acerca de esas esperanzas, una visita a ese barrio en el que una instalación para el tratamiento de residuos se convirtió en una moderna y luminosa biblioteca. La rampa por la que entraban antes los camiones de basura al edificio, a fin de descargarla en una oscura esclusa, se ha convertido hoy en un puente hacia la literatura y la cultura. Ahora, cada día, pueblan las salas de lectura personas de los alrededores que antes apenas podían permitirse comprar libros o revistas ni tenían acceso a internet. (zweimal “n” hinzufügen). Es en los barrios del sur de la ciudad donde se va escribiendo el futuro, a menudo sin la intervención de urbanistas o ecologistas. Y con ello se van llenando las páginas en blanco del libro, con líneas arrojadas allí con prisa, sin hallar el tiempo necesario para preguntarse quiénes son sus autores, de dónde vienen y cuál es su visión del futuro.
«Hasta el sur no vamos», decía la mayoría de los taxistas; «es demasiado peligroso. Y mucho menos cuando oscurece».
De pronto recuerdo cómo en una ocasión, cuando iba en un taxi camino de una cita, me alcanzó, desde uno de esos pequeños autobuses repletos que recorren el sur de la ciudad, una mirada cansada, lanzada de reojo. Era la mirada de una mujer, más o menos de mi edad, su blusa era de un blanco reluciente, pero se notaba que aquella mujer intentaba soportar la estrechez y mantener la compostura con gran esfuerzo. Yo, por mi parte, solo compartía el taxi con el taxista, que iba charlando amablemente. De repente sentí el sabor desagradable de aquel privilegio.
En el siguiente semáforo en rojo, apareció, como de la nada, una cara acongojada que me ofrecía, gesticulando junto al cristal de la ventanilla, unos billetes de la lotería. Transcurrieron un par de segundos, y yo vacilé demasiado tiempo antes de meter la mano en el bolso en busca de unas monedas y bajar la ventanilla. El semáforo cambió a verde y nosotros continuamos. Me dije entonces que mi propina no hubiera cambiado nada, y me avergoncé al momento de haber pensado tal cosa. Mientras tanto, el destartalado autobús seguía desplazándose a nuestro lado a través del tráfico de aquella hora de fin de jornada. La mujer de la blusa blanca había vuelto la cara y miraba al frente, mientras que en el pasillo del vehículo un joven tocaba música con un pequeño tambor bajo el brazo y la cabeza echada hacia atrás, con la boca abierta de par en par para emitir un canto inaudible para mí, un canto tragado por el ruido de los motores.
*
Se ha hecho tarde. Tengo que separarme definitivamente de esta vista sobre la ciudad y de su cielo de color sepia, donde las nubes avanzan como los autobuses de allí abajo, en la Avenida 13. Sé que hoy también están llenos de personas que regresan a casa de noche. Pequeños empleados, vendedores ambulantes con sus tenderetes colgados en las barrigas, estudiantes de universidades públicas y chicas del servicio doméstico, para las que ahora, en un abrir y cerrar de ojos, se apagará la luz del día. Solo para mí, desde aquí arriba, es todavía visible ese débil reflejo en el horizonte.
Tocan a la puerta y yo abro. Un botones del hotel, vestido con un uniforme azul, ha venido con su reluciente carrito para ayudarme con las maletas. Cuando las ha cargado todas en el carrito, me señala, muy cortésmente, al libro que he dejado en el antepecho de la ventana, y me pregunta si no pienso llevármelo.
«No», le digo, con cierta pena en la voz, y echo una última ojeada en dirección a la ventana, donde, tras las torres de oficinas, se extiende hasta el horizonte el mar de luz de Bogotá: «¿Sabe una cosa? Ése es un libro al viento».
Él asiente y sonríe. El aspecto servicial ha desaparecido de su rostro, dejando sitio para algo distinto. Sí, él lo sabe. En su mirada hay algo de consuelo.
Probablemente sea él el siguiente lector. Y en algún momento, en un futuro próximo, él también dejará el libro en algún otro lugar de la ciudad. Un lugar en el que lo encuentre un desconocido, donde tal vez lo encuentre usted. Quién sabe.
Anke Laufer, Bogotá, agosto de 2011
Traducción del alemán: José Aníbal Campos
José Aníbal Campos. Nació en 1965 y vivió hasta los 37 años en una isla del Caribe (de cuyo nombre no tiene intenciones de acordarse), momento en que emigra a Europa y empieza a entrenarse en la ardua (pero para él placentera) condición del apátrida. Se siente tan en casa en Berlín o Múnich como junto a los ríos neblados de la Galicia interior, junto a las „playas“ (falsas playas) de rocas volcánicas de Tenerife o entre las callejuelas de la Barcelona más antigua. Ha traducido a varios autores de habla alemana, entre los que destacan Stefan Zweig, Hermann Hesse, Uwe Timm, Peter Stamm, Martin Mosebach, Pascal Mercier, y más recientemente, la monumental novela satírica Edipo en Stalingrado, de Gregor von Rezzori (una especie de Satiricón alemán moderno). (camposgonzlez@yahoo.es)